La oración a María, la oración con María, y la oración de María

La oración a María

«Todas las generación me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano». La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de “Madre de Dios”, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades […] Este culto […] aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente, encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, «síntesis de todo el Evangelio».

La oración con María

En la oración, el Espíritu Santo nos une a la Persona del Hijo Único en su humanidad glorificada. Por medio de ella, nuestra oración filial nos pone en comunión, en la Iglesia, con la Madre de Jesús.

Desde el sí dado por la fe en la Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, «que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias». Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre, es pura transparencia de Él: María «muestra el Camino» [Odighitria], es su Signo, según la iconografía tradicional de Oriente y Occidente.

A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, las iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos, el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Avemaría:

«Dios te salve, María (Alégrate, María)» La salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella.

«Llena de gracia, el Señor es contigo»: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda la gracia. «Alégrate […], Hija de Jerusalén […] el Señor está en medio de ti» (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es «la morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3). «Llena de gracia, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que ella entregará al mundo».

«Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús». Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. «Llena […] del Espíritu Santo» (Lc 1,41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María: «Bienaventurada la que ha creído…» (Lc 1,45): María es «bendita […] entre todas las mujeres» porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las «naciones de la tierra» (Gn 12,3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús el fruto bendito de tu vientre.

«Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros…» Con Isabel, nos maravillamos y decimos: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Porque nos da a Jesús, su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como ella oró por sí misma: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: «Hágase tu voluntad».

«Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la «Madre de Misericordia», a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos «ahora», en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, «la hora de nuestra muerte». Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.

La piedad medieval de Occidente desarrolló la oración del Rosario, en sustitución popular de la Oración de las Horas. En Oriente, la forma litánica de Acáthistos y de la Paráclisis se ha conservado más cerca del oficio coral en las Iglesias bizantinas, mientras que las tradiciones armenia, copta y siríaca han preferido los himnos y los cánticos populares a la Madre de Dios. Pero en el Avemaría, los theotokía, los himnos de san Efrén o de san Gregorio de Narek, la tradición de la oración es fundamentalmente la misma.

María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres. Como el discípulo amado, acogemos en nuestra intimidad a la Madre de Jesús, que se ha convertido en la Madre de todos los vivientes. Podemos orar con ella y orarle a ella. La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. Y con ella está unida en la esperanza.

En virtud de su cooperación singular con la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ora también en comunión con la Virgen María para ensalzar con ella las maravillas que Dios ha realizado en ella para confiarle súplicas y alabanzas.

La oración de María

La oración de María se nos revela en la aurora de la plenitud de los tiempos. Antes de la Encarnación del Hijo de Dios y antes de la efusión del Espíritu Santo, su oración coopera de manera única con el designio amoroso del Padre: en la anunciación, para la concepción de Cristo; en Pentecostés para la formación de la Iglesia del Cuerpo de Cristo. En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos. La que el Omnipotente ha hecho «llena de gracia» responde con la ofrenda de todo su ser: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Fiat, ésta es la oración cristiana: ser todo de Él, ya que Él es todo nuestro.

El Evangelio nos revela cómo María ora e intercede en la fe: en Caná, la madre de Jesús ruega a su Hijo por las necesidades de un banquete de bodas, signo de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa. Y en la hora de la nueva Alianza, al pie de la Cruz, maría es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera «madre de los que viven».

Por eso, el cántico de María, el Magnificat latino, el Megalinárion bizantino es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el de la Iglesia, cántico de la Hija de Sión y del nuevo Pueblo de Dios, cántico de acción de gracias por la plenitud de las gracias derramadas en la Economía de la salvación, cántico de los «pobres» cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de la promesas hechas a nuestros padres «en favor de Abraham y su descendencia por siempre».

La oración de la Virgen María, en su Fiat y en su Magníficat, se caracteriza por la ofrenda generosa de todo su ser en la fe.

Fuente: Numerales 971; 2673-79, 2682; 2617-19, 2622 del Catecismo de la Iglesia Católica

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